El secreto del relicario

El pecado es con-fusión:
promiscuidad con Dios.
(Rabino Baruj Plavnick)

1

 Avanzado el verano de 1936, es un día sumamente caluroso en la ciudad de Buenos Aires. Los alumnos de un curso estival de la Facultad de Medicina, sobre enfermedades infecciosas, se encuentran en el vestíbulo de un pabellón del Hospital Muñiz.

Algunos comentan sobre la decisión del Gobierno de erigir un monumento —un obelisco— en el cruce de las avenidas Corrientes y 9 de Julio, en conmemoración de la primera fundación de la ciudad. El diálogo se interrumpe con la llegada del profesor, que les solicita lo acompañen a una de las salas de internación, donde podrán observar lesiones correspondientes a la fase primaria de la Sífilis.

Llegados al lugar, en una cama cercana a la puerta de entrada, se encuentran acostados dos niños que parecen gemelos. Morenos, pelo corto, con rasgos aindiados de una singular belleza. Sus grandes ojos marrones miran todo con atención.

El profesor informa que son hermanos —Pablo y Juan Soto—, y que tienen cuatro y cinco años. Están vestidos solo con un camisón que les llega a las rodillas, que él les solicita se quiten, “para mostrarle a los doctores”. Los niños obedecen de inmediato. Para ellos, toda la escena parece rutinaria. Desnudos, se ponen boca abajo y, con sus manos, separan sus glúteos, dejando a la vista de los presentes una serie de lesiones, que ambos tienen alrededor del ano.

—¿Cómo se contagiaron? —pregunta, conmovida, la única mujer del grupo.

—El padre cuando salía a buscar trabajo, para tener suerte, consumaba el acto sexual anal con los chicos. —responde el profesor.

—Y la madre, mientras tanto, ¿dónde estaba? —interroga la estudiante, con voz cascada, casi imperceptible.

—La madre presenciaba todo, ya que no trabajaba y vivían en una casilla de un solo ambiente. De hecho, la señora está presa por complicidad. No así el padre de los niños, quien se escapó, aparentemente a Chile, su tierra natal. Los niños quedaron a cargo de una tía. —explica el profesor, impertérrito, mientras limpia sus anteojos.

Al escuchar eso, la alumna rompe en llanto, desbordada por la indignación. La conducta aberrante del padre le genera odio. Y mucho más porque queda impune. Se llegará a imaginar que, como castigo, lo castran en público. Pero la madre… La forma de proceder de la madre no puede calificarla, no tiene nombre. La deja turbada, sin reacción. Y, entonces, empieza a tener dificultad para respirar. Al punto que debe ser asistida por una de las enfermeras de la sala.

Los demás alumnos, visiblemente consternados, permanecen en silencio, hasta que uno pregunta por el colgante, que tiene en el cuello el hermano mayor. Plateado, con forma de corazón, rústico pero elegante, su brillo hace destacar su presencia, al contrastar con el mate de la desnudez del niño.

—Es un relicario, que contiene una diminuta imagen de San Nicolás de Bari, patrono de los niños. Lo trajo un cura que vino a visitarlos. En verdad trajo dos, pero uno desapareció. ­—responde el profesor, fastidiado porque el interés de los alumnos no pasa por la temática de la clase.

Entonces, sin dar pie a nuevas interrupciones, se aboca a tratar sobre las lesiones que presentan los menores, la fase de la enfermedad en que están y el tratamiento de la misma. Al finalizar, todo el grupo se retira de la sala. Los niños se quedan solos, uno junto al otro, desnudos, en silencio.

 2

 En la ciudad de Córdoba, a fines de mayo de 1969, se vive un clima social convulsionado por demás. A pesar de ello, Marta decide llevar a su hija a la guardia de un hospital que queda a pocas cuadras de su casa. Luego de unas dos horas de espera, un pediatra revisa a la niña.

—¿Cómo te llamás? —pregunta el médico, dirigiéndose a la menor.

—María Soto, doctor. —responde la madre, al notar que la niña mira al piso distraída y no parece escuchar.

—Señora, el olor fuerte que usted percibe en los genitales y en la bombacha de su hija es porque padece una enfermedad venérea, para nada habitual en una niña de diez años. Voy a derivarla a que le hagan una revisión ginecológica. —informa el médico, mientras escribe en la historia clínica.

Marta, azorada, no atina a decir palabra. Mientras esperan a ser llamadas para la revisión, se pone a pensar quien habrá sido el degenerado que contagio a su hija. Su pareja no puede ser, porque si no ella también estaría enferma. Luego de un rato de darle vueltas al asunto, baraja varias posibilidades, sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Pero, sea quien sea el hijo de puta, lo que le carcome el alma es porque su niña no le contó nada: nunca ha tenido secretos para con ella.

Menos de una hora después, el ginecólogo concluye que María muestra signos inequívocos de haber mantenido relaciones sexuales genitales. Interrogada por médicos; luego por psicólogos, abogados y jueces; incluso, interrogada por sus seres más cercanos y queridos, la niña permanecerá en silencio al respecto.

Pablo, el hermano de su fallecido padre, le había advertido, cuando le regaló el colgante que desde entonces lleva puesto —un relicario plateado, con forma de corazón—, que el amor entre ellos es algo excepcional, único. Que nadie, salvo Dios, puede comprenderlo. Y que, por eso, deben mantenerlo por siempre en secreto.

Tal el motivo por el cual, María, nunca le contará la verdad a nadie; con una sola excepción: nada le ocultará a José, su único hijo, producto de su incestuoso amor.

3

 A mediados de 2002, Paraguay atraviesa la mayor crisis económica de los últimos veinte años. Sin embargo, esto no ocupa ningún espacio en el pensamiento del cura José Soto. Acaba de ser trasladado desde Argentina, donde participaba en la administración de un Hogar de Niños, en la Provincia de Buenos Aires. Una de las mucamas de la institución lo encontró compartiendo su cama con un niño de seis años, por lo cual lo denunció a sus superiores. El obispo de la diócesis a la que pertenece, mientras se acalla el escándalo que el hecho ha suscitado, decidió su traslado transitorio a un monasterio benedictino.

Distante a menos de trescientos kilómetros de Asunción, el monasterio es un lugar de retiro. Rodeado por un gran parque arbolado, está conformado por varias casas con techos a cuatro aguas, la mayoría de clausura, donde se alojan los monjes y los visitantes varones. La austera capilla solo se destaca por su mayor tamaño. En la tranquera de entrada, se lee en un cartel:

Escucha hijo… inclina el oído de tu corazón.

Todos los días luego del almuerzo, José camina por la senda, ladeada por árboles, que conduce a la entrada, donde solo se escucha el trinar de los pájaros. Y al atardecer, antes de las Vísperas, se sienta en un banco del parque a ver la caída del sol. Son momentos de profunda reflexión. No se siente culpable ni arrepentido por lo sucedido. Sí se siente triste por los trastornos que ha ocasionado. Y, sobre todo, al pensar que el niño que compartía su cama, cuando fue descubierto, puede llegar a convencerse de que estaba haciendo algo malo.

Desde hace mucho medita acerca de su inclinación sexual hacia los niños, a la cual la moral y las leyes de esta época considera una perversión, una enfermedad, un delito. Le tienen sin cuidado tales calificaciones. Tampoco le importa la postura pública de la Iglesia. A él, solo le importa su vínculo con Dios, con el Verbo como único mediador. Y, desde ahí, no le caben dudas que lo esencial de su inclinación por los niños es el amor.

Odia que lo califiquen de violador. Considera a los padres, en tanto primeros representantes de la sociedad, los verdaderos violadores. Inevitablemente, ellos coartan y deforman la sexualidad de los niños, quienes solo desean gozar de la Bienaventuranza de la misma. Al deber cumplir con su función de censores, los padres resultan impotentes para amar.

Lejos de considerarse un violador, José se ve a sí mismo como un restaurador del Amor Divino; ese que se da más allá de los límites de la Ley. A pesar de ello, sin comprender porque, la tristeza no lo abandona. Al finalizar las Completas, yendo a su dormitorio, se lo ve caminar encorvado, como si llevara una pesada carga sobre sus hombros.

Ya en su habitación, decide terminar de desempacar lo poco que queda en su maleta. Lo primero que saca es una pequeña caja de madera, que abre. Entre las medallas, cruces y cadenitas que contiene, encuentra el relicario plateado, con forma de corazón, que le regaló María, su madre, cuando fue ordenado sacerdote. Lo toma entre sus manos y lo mira con detenimiento. Se da cuenta que parece tener una tapa posterior, que nunca antes había advertido. Intenta abrirla de la misma manera que a la tapa anterior, pero no puede. Entonces, se le ocurre presionarla con su dedo pulgar. Para su sorpresa, la tapa se abre sin dificultad. Dentro, se atesoran letras y números, que reconoce como una referencia a un parágrafo bíblico.

José queda conmovido. En los días subsiguientes casi no puede dormir. En las noches, se la pasa pensando. No duda que el mensaje, oculto en el relicario, le estuvo destinado desde siempre. Convicción que se acrecienta luego de un encuentro casual, en la biblioteca, con un libro sobre los Amigos de Dios, durante una madrugada insomne. Al hojearlo, se topa con una frase atribuida a un místico alemán del siglo XIV, referida a esa contradictio in terminis que es el “secreto a voces”.

La lectura lo mueve a la reflexión. Y concluye que siempre, su presente y su pasado han sido signados por algún secreto a voces. Empero, en cuanto a su futuro, decide que lo que nombra tal oxímoron no tendrá cabida. Para lo cual, no ve otra posibilidad que asumir, plenamente, las consecuencias públicas de eso que ha dejado de ser confidencial.

Luego de Laudes, a las nueve de la mañana, se comunica por teléfono con la Arquidiócesis de Asunción y solicita una entrevista —con carácter de urgente— con el obispo. Se la conceden para esa misma tarde. Inmediatamente, empaca todas sus pertenecías, y se las lleva con él. Tiene la certeza de que no va a volver.

La entrevista se realiza en unas oficinas cercanas a la Catedral Metropolitana de Asunción. Sin nadie más presente, José le comunica al obispo que quiere volver a Buenos Aires, a enfrentar las denuncias que hay en su contra, con el fin de asumir su responsabilidad. Le explica que está en paz con Dios respecto a lo del niño, pero no respecto al haberse escapado, evitando hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. Además, quiere tener una oportunidad para decir su verdad.

Monseñor Vera, un hombre que bordea los setenta años, de aspecto afable, aunque con fama de ser severo, le reconoce que es encomiable su decisión. Pero, también le dice que no es conveniente. Que las cosas en Buenos Aires están calmas, que volver es agitar innecesariamente el avispero. Intenta convencerlo de que lo principal no es el bien de su persona, sino el de la Iglesia.

Ante tales argumentos, José se ve obligado a relatarle la incestuosa historia de su familia, desde su profugado bisabuelo hasta su tío abuelo, su padre. Le cuenta del relicario plateado, con forma de corazón, que ha pasado de generación en generación. Llegado este punto, lo saca de un bolsillo y, abriendo su tapa secreta, se lo entrega. Monseñor Vera lo examina con sumo interés, e inmediatamente comprende el significado de lo atesorado en su interior.

Éxodo, 34:7 —lee con voz firme, el obispo. Y continúa citando de memoria, mientras mira fijamente al sacerdote, como tratando de escrutar lo más profundo de su alma:

Yahvé mantiene su benevolencia por mil generaciones y soporta la falta, la rebeldía y el pecado, pero nunca los deja impunes; pues por la falta de los padres pide cuentas a sus hijos y nietos hasta la tercera y la cuarta generación.

Luego de un breve silencio, sin dejar de mirarlo, le pregunta a José que haría si no aprueba su traslado.

—Disculpe mi osadía, Monseñor, pero no tendría otra opción que volverme por mi cuenta. A sabiendas de que eso podría implicar mi excomunión. —responde José sin dudar.

Inesperadamente, sin mediar palabra alguna más, el obispo escribe, firma y sella la autorización para su traslado a la Argentina. Cuando se la entrega, a José se le ilumina el rostro y una sensación de alivio lo colma. Siente que se libera de un peso enorme. Contento, a pesar de intuir el calvario que le espera en Buenos Aires, quisiera darle un abrazo a su superior, pero no se atreve. Solo atina a darle las gracias.

No bien se retira, Monseñor Vera se comunica telefónicamente con el obispo de la diócesis a la que José pertenece. Le informa de lo sucedido y que, tal como habían conversado al mediodía, va a ser muy difícil no soltarle la mano al sacerdote para que, en su caída, no termine arrastrando a la Iglesia. Finalizada la comunicación, el obispo Pedro Vera permanece ensimismado.

Jesucristo crucificado, al cargar sobre sí los pecados de la humanidad, a modo de expiación, no deja de rondar su mente. Y aun cuando el fragor cotidiano lo distraiga, y el paso del tiempo haga caer en el olvido el caso del cura José Soto, el sonido de una masa que golpea un clavo, que se entierra en la carne de algún caído en desgracia, no dejará de presentársele durante el sueño: angustiante pesadilla, alimento preferido de un pertinaz insomnio que, desde entonces, como nunca antes, no dejará de acompañarlo.

 

  

Guillermo Pragana
baires, noviembre de 2016
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