El lugar del Patrón

“El universo no constituye
un orden total. Falta
la adhesion del hombre.”
(Antonio Porchia, ‘Voces’)

I

Animosamente entra el delfín al tanque de adiestramiento, saltando de inmediato fuera del agua. La sesión anterior, luego de un arduo trabajo, aprendió que a ese movimiento suyo seguía el sonido de un silbato y luego, como refuerzo, recibía un gustoso pescado. Pero en esta ocasión eso no sucede.

Cuando no recibe el refuerzo, el delfín se fastidia y lo manifiesta dando un golpe con la cola contra el agua. Es el momento esperado por el adiestrador, quien refuerza tal conducta. Su intención es que cada vez que el delfín entre al tanque, muestre un fragmento de conducta diferente, en relación a los reforzados en sesiones anteriores, que será el recompensado en esa sesión, cada vez que el consecuente cetáceo lo repita.

Al recibir el inesperado refuerzo, el delfín pasa del fastidio al desconcierto. Su actividad disminuye por lo cual el simpático adiestrador se ve llevado a recompensarlo, aunque de acuerdo a las re­glas de la experiencia no correspondía, a fin de preservar su relación con él. Esto permite continuar con el adiestramiento hasta que, finalmente, luego de varias sesiones difíciles, en donde abundaron las recompensas inmerecidas, el condescendiente mamífero comprende lo que el adiestrador espera de él. A partir de entonces, no sólo es capaz de repetir un fragmento diferente de conducta, cada vez que entra al tanque de adiestramiento, sino que además realiza movimientos que nunca antes habían sido observados en ningún ejemplar de su especie (1).

Si definimos “yo” como los hábitos de actuar en el contexto (patrones de relación), y de estructurar y percibir los contextos en los que se actúa, el fastidio del delfín significa que la falta de refuerzo cuestiona los patrones que se habían establecido en su relación con el adiestrador, quedando así cuestionado su “yo”. Por eso, el cetáceo siente malestar, empeorando la situación cuando es premiado por una conducta distinta a la esperada por él. Esta circunstancia muestra que no le importa solo el alimento en sí mismo, sino en tanto es parte de un patrón de relación que lo vincula a su adiestrador. Mientras no comprende tal patrón, no está conforme porque no se con‑forma la relación con su Patrón. Pero tampoco es tal relación, en sí, lo que importa al delfín, sino en cuanto significa la conformidad del adiestrador para con él. Es tal conformidad lo que calma el malestar del mamífero. Si no fuera así, el desorientado cetáceo no se conformaría con la recompensa inmerecida.

El efecto que causa en el delfín el premio inmerecido revela la diferencia, en el seno del sí‑mismo del mamífero, entre lo que se ha denominado “yo” y otra instancia que es a la cual se dirige tal recompensa. En efecto: ésta no está dirigida al “yo”, ya que éste no se conforma al patrón pretendido, pero sí está dirigida a otro nivel del sí-mismo del animal, más íntimo aún que el yo, sino no calmaría su malestar. Cuando lo premia sin merecerlo, es como si el adiestrador le dijera al delfín: “A tu yo no lo quiero, pero a ti sí”. A lo que apuntan el “tu” y el “ti” de la supuesta admonición, debido a que parece corresponder a lo más íntimo del sí‑mismo, lo denominaremos mismidad.

Cabe entonces concluir que el “yo”, tal como ha sido definido, significa a la mismidad, pero no la es. O sea: en la medida que los patrones de relación constituyentes del “yo” sean adecuados para los in­tercambios con el medio ambiente, significarán afirmativamente a la mismidad, promocionando así el bienestar del sí mismo. Pero la mismidad no es el “yo”, ya que una inadecuación yoica al ambiente, que provoca el malestar del sí mismo, puede ser resuelta desde el lugar asumido por el adiestrador, más allá de todo patrón de relación, significándose afirmativamente la mismidad del cetáceo, directa e inmediatamente: por eso, cuando el delfín logra la conformidad del adiestrador, aún sin comprender el “patrón de”, se conforma.

Un experimento de promoción de “neurosis experimental” servirá para ahondar en la cuestión: En un contexto de aprendizaje, formalmente similar al del delfín, se enseña a un perro a discriminar entre una elipse y un círculo. Una vez que aprende esto, se ensancha progresivamente la elipse y se achata el círculo de forma que finalmente la discriminación resulta imposible para el animal, mostrando entonces síntomas de seria perturbación (1).

Toda esta secuencia experimental es un procedimiento para hacer que el animal se equivoque cuando acierta, quedando así implicado en una paradoja que es incapaz de resolver, “neurotizándose” entonces. El perro acierta en cuanto a su comprensión de lo que el contexto le significa: que discrimine. Lo que no puede comprender es que la experiencia está hecha para engañarlo, que la discriminación llega un punto en que es imposible: ¡No tiene la capacidad cartesiana para hipotetizar la existencia de genios malignos!

Para no enfermar el perro debería haber comprendido que él estaba en lo cierto, que era engañoso el encuadre que lo implicaba. Pero, al confirmar el adiestrador con su actitud los marcadores de contexto —que indican que debe discriminar— no puede cuestionarse el encuadre que se le propone y entonces, ya que la experiencia en su conjunto niega su sí‑mismo, enferma. Esto evidencia que lo fundamental para el canino es lograr la conformidad del adiestrador, aún a costa de sí mismo. Se muestra así, aún más dramáticamente que en el caso del delfín, el enorme poder de influencia sobre los mamíferos que tiene el adiestrador. ¿En qué se sustenta, de dónde emana tal poder?

II

Antes de la intervención humana, la relación entre los mamíferos no-humanos y el ambiente, salvo alguna catástrofe, parece ser constante, ya que la unidad evolutiva es el ecosistema: hay que pensar el proceso no como un conjunto de cambios en la adaptación del animal a su ambiente, sino como una constancia en la relación entre ambiente y animal. Entre ambos hay cambios adaptativos en uno o en otro, pero son correlativos: “Es la ecología que sobrevive y evoluciona lentamente.”  (pág. 369) (1).

Tal como fue definido, si los patrones de relación constituyen el “yo” del individuo, al mantenerse correlativa la relación, el hecho mismo de la relación significa afirmativamente la mismidad del mamífero no-humano. Por lo tanto, a los fines de hecho del individuo, no puede distinguirse entre “yo” y mismidad: su relación es tautológica, significándose mutuamente en el marco ecosistémico.

En cambio, el orden instituido a partir de la intervención humana origina una escisión entre “yo” y mismidad, como lo muestran las experiencias relatadas. Lo cual es debido a que tal intervención produce un quiebre en la correspondencia de la relación individuo-ambiente, generándose un desplazamiento del marco contextual de tal índole que el individuo humano ocupa un lugar que, antes de su intervención, correspondía al ecosistema en su conjunto.

Dado que el ecosistema es, fácticamente, la totalidad de pautas de relación implicadas, en un tiempo determinado, y que denominamos patrón (p minúscula) a cada una de tales pautas, jerárquicamente, denominaremos Patrón (p mayúscula) al ecosistema en su conjunto.

El poder del adiestrador está sustentado en que ocupa el lugar del Patrón. Es decir, el desplazamiento del marco contextual, que posibilita que el individuo humano ocupe el lugar del ecosistema en su conjunto, explica el tremendo poder de influencia que tiene el adiestrador respecto del delfín y el perro. También explica porque es capaz de promover lo que Bateson denomina síndromes transcontextuales (1): creatividad en el delfín, neurosis en el perro. Sucede que la prosecución dé propósitos alienados de la estructura sistémica someten a los mamíferos a rendimientos excepcionales, ya que quiebran la correlación preexistente entre individuo y ambiente.

Existen muchas situaciones en las cuales los seres humanos nos encontramos en contextos análogos al del delfín o el perro. Situaciones en las cuales, en el lugar del Patrón hay un padre, un maestro, un jefe, un líder o una cosmovisión. Y en algunas se muestra, dramáticamente, la magnitud del poder que le es delegado a quien asume como tal: allí están Jonestown y el síndrome de Estocolmo para atestiguarlo. Y también está el esquizofrénico, sometido a un doble vínculo similar al que es sometido el perro del experimento, del que se puede afirmar: "…el paciente identificado se sacrifica para mantener la ilusión sagrada de que lo que su progenitor dice tiene sentido.” (pág. 266) (1). Y también está el grave desequilibrio del medio ambiente que genera el accionar humano. Y también… sigue una larga lista.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el ser humano y el resto de los seres vivos.

III

Tener la gracia de un Patrón parece validar el sí‑mismo de los mamíferos no‑humanos. Sucede que la escisión de su sí‑mismo es “coyuntural” no “estructural”: la escisión le es ajena, ya que está producida por el adiestrador, ubicado en el lugar del Patrón. Eso implica que, en función de la validación de su sí‑mismo, poco parece importarle al mamífero no‑humano cual sea su Patrón, sino que exista uno.

En cambio, la situación del ser humano es radicalmente diferente. En él, la escisión es estructural, es constitutiva de su sí‑mismo, de la especificidad de su conciencia: “Por una parte, tenemos frente a nosotros la naturaleza sistémica del sistema biológico, ecológico, que lo rodea; y, por otra parte, el curioso rasgo, que pertenece a la naturaleza sistémica del hombre individual por obra del cual la consciencia está, casi por necesidad, ciega a la naturaleza sistémica del hombre mismo.” (pág. 465) (1).

Dado su singular estructura, la consciencia humana produce el clivaje entre cada individuo humano y el resto del contexto ecosistémico. Pero también produce el clivaje de cada individuo humano respecto de sí mismo, por causa de la mentada escisión “yo/mismidad”. Clivaje que es necesario a esa curiosa forma evolutiva que es la conciencia humana. Sin clivaje, el individuo humano no estaría en aptitud de sustentarse en el lugar del Patrón: puede hacerlo porque su mismidad consiste en un sitio vacío que puede incluso comprender un mundo en su totalidad (cosmovisión), a fin de cultivarlo (cultura).

Pero tal aptitud, inevitablemente, genera una crisis de identidad en cada humano, al habilitar, como parte de su constitución, un sitio vacío y singular (de uno‑solo), situado más allá del ecosistema en su conjunto, más allá del Patrón, más allá de su “yo”. Un sitio que es lo más íntimo de sí —mismidad—, del cual permanece separado. Clivaje, respecto de sí mismo, que se manifiesta en malestar (angustia, ira, melancolía y desmesura), desde fases muy tempranas.

IV

Inicialmente, como el delfín y el perro, todo humano intenta validar su sí‑mismo a partir de sus patrones de relación, sin poder nunca lograrlo debido a que su mismidad no se conforma con ningún patrón. Ningún patrón la conforma porque todo patrón, que pretenda dar cuenta del malestar corrigiendo la alienada red de patrones de relación constitutiva del “yo”, es un factor de mayor ahondamiento de la escisión que provoca tal malestar, o sea, una mayor lejanía del “yo” respecto de su mismidad: un sí‑mismo cada vez más in‑válido por alienado de sí.

También como el delfín y el perro, ante la imposibilidad de conformarse mediante su “yo”, cada humano suele buscar la validación de su sí‑mismo, directa e inmediatamente, a través de un Patrón. Lo cual implica una paradoja, insoluble en esta dimensión: por un lado, no se conforma con ningún patrón; por otro lado, erige a un semejante en el lugar del Patrón, a quien le confía la resolución de su malestar. Para lo cual, le delega un enorme poder a fin de que realice una tarea imposible, ya que lo escindido —mismidad— tiende a re‑ligarse, pero todo intento de sutura, mediante la disposición de un patrón, consolida la alienación y, por eso, el malestar.

Para completar un cuadro complejo, intrincado, si quien asume como Patrón ejerce su función confundiendo su “yo” con su mismidad, es decir, confundiendo su “yo” con el lugar donde se comprende al ecosistema en su conjunto, es inevitable que abuse del poder que le ha sido delegado. Ello implica que tal confusión generará alguna forma de “desmesura” (hybris), quizás lo cual llevó a Voltaire a sentenciar: si Dios no existiera, sería necesario inventarlo.

Dios resulta necesario, en los términos de este escrito, ya que su participación hace evidente la confusión en cuanto tal, al recordarnos que ningún mortal, por más que ocupe el lugar del Patrón, puede serlo. No obstante, algunos intentarán sortear tal límite pretendiendo actuar en Su nombre. Para ellos, en la dimensión socio‑individual, están la Ley y la Moral. Pero si bien, ambas, logran acotar la desmesura, ninguna logra dar una respuesta al malestar producido por la escisión “yo/mismidad”. Ninguna lo logra porque están constituidas por patrones y, entonces, no pueden no implicar una reafirmación del clivaje que causa tal malestar.

Entonces, dar respuesta al mal‑estar, estructural, no es posible ni desde lo individual, ni desde lo socio‑político. Por eso Freud calificó al gobierno, la educación y el psicoanálisis como profesiones imposibles (2): ninguna puede resolver el malestar en la cultura (3). Superarlo solo parece posible, uno por uno, haciendo pie en esa dimensión otra que la patronal (yoica), sita más allá del ecosistema cultura-natura: El lugar (Ha-Makom) (4) del Patrón —Mismidad—, de una trascendencia inmanente (5), transmundana. Extimidad (6). Para el humano, quizás, el único sitio habilitado de bienestar. Extático bien‑estar.

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(1) Gregory Bateson, Pasos hacia una ecología de la mente (1972). Ed. Lohlé, Bs. As. 1976.

(2) Sigmund Freud, Análisis terminable e interminable (1937). Ed. Amorrortu, Bs. As. 1999.

(3) Sigmund Freud, El malestar en la cultura (1930). Ed. Amorrortu, Bs. As. 1976.

(4) "¿Por qué se denomina a D's Hamakom? Porque es el lugar del mundo, pero el mundo no es Su lugar." (Shemot Raba 45).

(5) Victor von Weiszaecker, Patosofía (1950). Libros del Zorzal, Buenos Aires 2005.

(6) Jacques Lacan, Seminario 7 (1959-1960) La ética del psicoanálisis. Ed. Paidós, Bs. As. 1988.

 

Guillermo Pragana
baires, febrero de 2016
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