Natividad
En lo social, hay lo incluido en tanto desecho;
por caso, la basura y los excrementos:
aunque
descartables, debe dárseles tratamiento.
La cuestión es que hay personas que
están incluidas en la sociedad desde un lugar análogo.
¿Es posible, y cómo, a quien está incluido desde allí,
asistirlo en su tránsito por el trayecto que va
desde el ser desecho hasta el ser hecho y derecho?
Un día soleado de invierno, un hombre de unos cincuenta años, bien parecido, desde la parada de un colectivo, mira con curiosidad y fastidio a una mujer cuarentona, que se acerca, derrochando sensualidad en su caminar, luego de haber hablado un buen rato con un joven.
—¡Che, Dora, como tardaste! ¡Se nos acaba de ir el colectivo!
—Disculpame, Juan, me encontré con este pibe, que no veía desde hace años…
—¿Y por qué tanta cháchara?
—¡Eh! ¡Qué mala onda! ¡No me digas que te pusiste celoso!
—Y… Cuando te encontraste con él se te iluminó la cara.
—No seas tonto. Me hace acordar a mi hijo Lucho.
—¿El fallecido?
—Sí...
—¿Y este muchacho quién es?
—Se llama Mario. Cuando tenía dieciocho años estuvo internado en una clínica psiquiátrica, en la que trabajé un tiempo.
—De lejos no me pareció muy loco que digamos.
—No estuvo internado por loco.
—¿Pero no decís que estuvo internado en un psiquiátrico?
—Sí, pero en un sector donde había jóvenes con causas judiciales.
—Era un delincuente juvenil…
—Bueno, tenía una causa por vagancia.
—¡Vagancia! ¡Si fuera por eso medio país debería de estar en cana!
—Lo que pasa es que no estudiaba ni trabajaba. La cana lo encontraba de noche en la calle, y no había ningún adulto que se hiciera responsable por él.
—No tenía familia.
—Tenía a su madre y a cuatro hermanos menores, todos de distinto padre.
—¿Entonces?
—La mina era una loca de mierda. Me acuerdo cuando fue citada a la Clínica…
—Mirá, ahí viene el colectivo…
Suben a un 60. Extrañamente, todos están sentados. Es un fin de semana largo.
—Acá tenés un asiento, Negrita.
—Dame la mochi que te la tengo… Te contaba, que la mina era una loca. Llegó vestida de negro, con algunas flores en la mano. Solo dijo que era la primera y última vez que venía. Que no le gustaban los cementerios. Que la Clínica era una tumba donde su hijo estaba enterrado. Antes de irse quiso dejar las flores, pero no la dejaron.
—¡Qué mal se habrá puesto el pibe!
—Para nada. Lo único que le escuché decir es que no le importaba nada que tuviera que ver con su vieja. Que era una traidora.
—¿Por qué traidora?
—Según él, había arreglado con ella que no iba a estudiar ni a trabajar. Que, durante el día, se iba a quedar en la casa cuidando a sus hermanos, cosa que hizo. Pero la madre nunca dio la cara para informar de esto en el juzgado.
—Me parece raro que no estuviera enojado.
—Es un dulce, un tierno. La única vez que lo vi enojado, y mucho, fue cuando tardaron en autorizarle las salidas. Al principio parecía no calentarle demasiado, pero el día antes de Navidad se puso como loco. Quería pasar Nochebuena con sus hermanos.
—¿Y por qué no lo dejaban?
—Porque el Juez debía autorizarlo, y no lo hizo hasta después de Navidad.
—¿Y entonces?
—El pibe armó un escándalo bárbaro, tiró algunas sillas en el patio, y luego se dirigió a la puerta de entrada. A toda costa quería irse.
—¿Qué hicieron? ¿Lo enchalecaron?
—¡No! El acuerdo con él era que se podía ir de la Clínica cuando quisiera. Pero si se iba sin consentimiento médico no podía volver a ingresar.
—Entonces le abrieron la puerta.
—No. Cuando Mario intentaba forzar la puerta, lo paró el Director, y lo invitó a hablar antes de dejarlo salir. Pero no pudo encontrar ningún argumento para convencerlo de que no se fuera así. Fue entonces que le propuso pasar Nochebuena en la casa familiar de uno de los médicos de la Clínica.
—¡Qué jugado! Demasiado, a mi gusto.
—Sí. Pero el asunto fue que el pibe se puso muy mal y no aceptó. Reaccionó agresivamente a la propuesta. Entendió que se lo estaba invitando a compartir una mesa familiar navideña. Gritaba enojado que no iba a ir a ningún lado de lástima.
—Me parece comprensible lo del pibe.
—Sí. Pero la cosa cambió cuando se enteró que el médico que lo invitaba era uno con quien se llevaba bien. Además, éste médico era judío, así que no festejaba Nochebuena…
—Me hiciste acordar de un compañero judío de la primaria, el único en la clase. En Navidad se ponía remal. Quería que los padres le armaran el arbolito, y que los Reyes Magos le trajeran regalos. Pobre chico, no toleraba que todos festejaran menos él. Pero es así, los judíos en Navidad quedan al margen.
—¡Tal cual! El médico era un marginal en Navidad. Un marginal como Mario. También como sus amigos, a los que visitaron esa Nochebuena.
—¿Cómo? ¿La reunión no era en la casa del médico?
—Sí. Pero después de cenar, visitaron a uno de los hermanos y a unos amigos del pibe.
—¿Y qué te contó Mario recién?
—Me contó que está trabajando en la construcción y que convive con una mujer, con la que tiene un hijo.
—¡Qué bueno! ¿No? Podríamos decir que resultó un caso exitoso.
—¡Te lo regalo! Es un laburo muy difícil, frustrante. Son pocos los que llegan a rescatarse… Lucho se quedó en el camino…
—Sí. Pero…
—Prefiero mil veces ser enfermera en un servicio de cirugía cardiovascular. Si la cosa no anda, el paciente se muere y listo. Y si anda bien, somos Gardel.
—Aunque fuera fácil, y fueran muchos los rescatados, ninguno sería tu hijo…
—Cierto, ninguno…
—Negrita, anda parándote que nos bajamos en la próxima.
—Bueno, agarrá la mochi… ¿Tenés un pañuelo?
Visiblemente emocionada, moqueando, Dora baja del colectivo, ante la mirada atenta de Juan, que sabe qué nada puede hacer para solucionar su pena. No obstante, la imposibilidad no lo desalienta.
—¿Viste que lindo está? Frio, pero con mucho, mucho sol. Uno de esos días muy claros y frescos, ideales para caminar.
—Entonces, vayamos caminando… ¿Me das tu mano, Juan?
—Vení Negrita, dejame darte un abrazo.
Guillermo Pragana
baires, julio
de 2016
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